sábado, 26 de octubre de 2013

NOSTALGIA DEL IMPERIO


1
Según  Oswald Spengler los imperios, al igual que los organismos crecen, maduran, decaen, mueren. De acuerdo con Georg Friedrich Hegel, encarnan un momento de la Idea, y cuando ésta los sobrepasa se marchitan.  Afirma Edward Gibbons que perecen a manos de la barbarie y la superstición. Según Arnold Toynbee, labran su destrucción al convertirse en ejércitos y vivir del saqueo. Para Lenin, son la fase superior del capitalismo que se expande buscando materia prima, mano de obra barata y mercados. Al decir del Tao Te Chin, todo lo joven y débil crece, todo lo grande y fuerte ha comenzado a morir.
2
Define Voltaire a los filibusteros como horda de asesinos y saqueadores, y  pregunta: ¿Qué gran imperio en sus comienzos no lo fue? Eran los romanos banda de salteadores de caminos desterrados que tuvieron que robarle las mujeres a los sabinos. Los ibéricos conformaban piquetes de bárbaros que cayeron sobre los cultos musulmanes y hebreos de Hispania y de El Anda Lus, y luego sobre América. Corsarios y piratas  perpetraron la suma de rapiñas llamada Imperio Británico. Los Padres Fundadores de América robaron territorio a sangre y fuego a indígenas y mexicanos en nombre del racismo y el esclavismo. Cuando una nación deviene criminal, está en vías de Imperio.
3
El militarismo engrandece  Imperios y arruina  pueblos. Reclutados para las cada vez más frecuentes guerras en servicios que llegaban a durar diez años, los legionarios romanos no podían trabajar en sus pequeños fundos o talleres artesanales y los perdían. Los torrentes de cereales robados como tributo a los vencidos hacían invendibles las cosechas de los romanos: la mano de obra de los derrotados convertidos en esclavos  acababa con el empleo: los orgullosos conquistadores lo perdían todo y acababan en las grandes ciudades como  marginalidad que sólo servía para dar su prole a los ejércitos y vender su voto a los políticos. Los metales preciosos pillados a América arruinaron a agricultores y artesanos ibéricos porque era más fácil importar que producir. La clase trabajadora del Primer Mundo queda sin empleos porque los ocupan los semiesclavos inmigrantes ilegales o los esclavizados peones de las maquilas del Tercer Mundo, la más barata carne de maquila o de cañón.
4
Los imperios nacen por la maquinaria militar y por ella mueren. Un Estado que vive de las guerras  depende de los militares. A partir de César la República romana fue degradada a fórmula decorativa del Imperio. En España se consolidó un poder absoluto en torno a la monarquía; en Inglaterra, alrededor de la oligarquía parlamentaria que maneja al monarca; en Estados Unidos, el complejo militar industrial es árbitro de vidas y haciendas. Cuando los pueblos se cansan de morir en guerras remotas que no los benefician, los imperios alquilan mercenarios, que terminan mordiendo la mano que los  arma. Ejemplo: Roma  tomada por los bárbaros; los cipayos hindúes en rebelión contra los ingleses; el brazo armado de Estados Unidos vuelto incoherente mezcla de mercenarios hispanos, afroamericanos y de Al Qaeda.
5
Cada vez que un Imperio invade militarmente un pueblo, los invadidos lo asaltan y lo conquistan culturalmente. Roma se llenó de griegos, egipcios y hebreos; Inglaterra de hindúes y africanos; Estados Unidos de afroamericanos, chicanos, hispanos, vietnamitas y musulmanes. La élite que administra la amoralidad del saqueo deviene amoral ella misma; vínculos familiares y natalidad se desvanecen. Como decía Marx, todo lo sólido se disuelve en el aire.
6
Saquean los imperios las culturas de los vencidos y fraguan con ellas una oikumene,  un fantasma de universalidad. Con la Razón Natural de los estoicos y el cristianismo hebreo forjaron los romanos el Catolicismo ecuménico. La Roma de la decadencia hizo ciudadanos a todos los habitantes del Imperio, no por humanidad, sino para obligarlos a pagar impuestos para su fisco arruinado. Con  música de  esclavos negros, plástica de  máscaras africanas y símbolos del consumo masivo de los marginales improvisan los capitalistas un Pop que se vende como epítome de la globalización.  Así llega Estados Unidos a no poder pagar a sus empleados públicos ¿Pagará alguna vez al mundo todo lo que le ha quitado?      

FOTO/TEXTO: Luis Britto

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domingo, 20 de octubre de 2013

ÚLTIMAS PALABRAS



Últimas palabras,  piezas oratorias a las que la censura de la hora suprema redujo a su  esqueleto significativo.

Toda filosofía comienza con la idea de la muerte, toda palabra prepara la última.

Por vengarnos del final que nos alcanza, dedicamos frecuentemente nuestro último aliento a menospreciarlo. El centenario filósofo Zenón  cae, se destroza un dedo contra la tierra, la impreca: “Ya voy ¿para qué me llamas?”, y se suicida.

Mediante la última palabra afortunada sigue el difunto hablando eternamente.

Pero así como la muerte inmortaliza, también desacredita, como al  Nerón que sucumbe deplorando: “¡Qué gran artista pierde el mundo!”

El contexto mortal redime la banalidad. “Tú también, hijo mío” deriva su prestigio de la puñalada parricida. Sólo la cruz clava en la eternidad el “todo está consumado”.

La imposibilidad de aclaratoria aporta el tesoro de la ambigüedad. Vaya usted a preguntarle a Goethe si al pedir “más luz” quería que abrieran las ventanas o las mentes de la humanidad.

La trivialidad desdeña la muerte: Al beber la cicuta por buscar la verdad mediante la ironía, recuerda Sócrates “Le debo un gallo a Esculapio”.

Exalta la reputación de las últimas palabras el alardear de su condición postrera: rompe las filas Negro Primero y cae ante Páez a la voz de “General, vengo a decirle que estoy muerto”.

Las más célebres convierten el patetismo en proclama: consigna Bolívar en su testamento político: “Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo  bajaré tranquilo al sepulcro”.

El legado feliz vale como última palabra. En su agonía, Anaxágoras pide a las autoridades de Lampsacus que cada aniversario de su muerte sea para los niños día de asueto.

A veces se quiere que el rigor de la muerte valide el de las leyes. Tras redactar la Constitución de Esparta, Licurgo la sanciona suicidándose.

Hay dicho en plena salud con valor de final. Le preguntan al santo qué haría de saber que morirá esa noche: contesta que lo mismo que está haciendo. Sabemos que moriremos algún día, y seguimos haciendo lo mismo.

Palabras hay que por únicas conocidas deben ser tenidas por finales. Parece que Rodrigo de Triana sólo hubiera dicho “¡Tierra!”

Es sospechoso que cuando las facultades se extinguen destelle la oratoria. Si las arengas finales fueran todas numinosas, las escuelas de filosofía estarían en patíbulos y hospitales.

Dependiendo de los testigos, las frases postreras suelen ser tantas que no se sabe cuál es la auténtica. “No soy más que polvo”, escribe sir Walter Ralegh al despedirse de su esposa.  “Una aguda medicina, que cura todos los males”, llama al hacha del verdugo, pero también regala su sombrero a un anciano friolento declarando que lo necesitará más que él;  rechaza la venda afirmando que si no teme al hierro, tampoco temerá su sombra, y dictamina que si la intención es recta, la posición para ser decapitado siempre será correcta. Bien podría haber muerto de viejo, mientras esperaba el verdugo a que terminara de decir frases ingeniosas.

Dudosas son siempre las últimas palabras, cuyos únicos testigos suelen ser asesinos, médicos, verdugos, herederos.

Se atribuye al utopista Tomás Moro apartar la barba de la línea de corte en el tajo alegando que “ésta no ha pecado”. Pero Moro jamás reconoció que su lealtad al catolicismo fuera pecado, y los retratos de Holbein lo muestran siempre cuidadosamente afeitado.

Recae especial sospecha sobre toda declaración final reseñada por enemigos. No parece creíble que Juliano el Apóstata cayera diciendo: “Venciste, Galileo”. Mucho menos que el protestante Levasseur, gobernador pirata de la Tortuga  asesinado por piratas católicos, pidiera un cura para morir católico.

“Yo tampoco estoy en un lecho de rosas”, dice Cuautémoc desde el potro de tormento a otro indígena que se queja de los maltratos. Pero ¿Había en Tenochtitlan rosas, flores oriundas de China y el Oriente Medio? ¿Qué coraje trasuntaría la frase verdadera, cuyo aroma nos llega a pesar de la transculturación despreciable?

“¡Ah, españoles cobardes! Porque os falta el valor para rendirme os valéis del fuego para vencerme: yo soy Guaicaipuro a quien buscáis y quien nunca tuvo miedo a vuestra nación soberbia; pero pues ya la fortuna me ha puesto en lance en que no me aprovecha el esfuerzo para defenderme, aquí me tenéis, matadme, para que con mi muerte os veáis libres del temor que siempre os ha causado Guaicaipuro”. Así extiende José de Oviedo y Baños la despedida del gran guerrero, quien seguramente sabía que un macanazo vale por mil palabras.

“Volveré, y seré millones”, truena Tupac Katari desde el patíbulo, centella que fulmina todo comentario.

Tan peligrosos como los matrimonios in artículo mortis son los divorcios ideológicos que echan abajo toda una vida. Culmina sus días don Quijote afirmando que nunca hubo caballeros andantes; lo último que escribe Lautreamont es para afirmar que un solo libro edificante vale más que toda la poesía del mundo. Mucho revolucionario sale a venderse y no encuentra quien lo compre. Después de la  palabra afortunada hay que saber callarse.

          La frase final a su vez expira cuando la censura la atenúa para uso de menores. Lope de Aguirre mata a su hija al grito de “Muere hija, para que no seas colchón de tanto bellaco”. La mojigatería le imputa que la degüella para que no la vilipendien como  hija de un tirano.

       “Vivir, sólo vivir”, son las últimas palabras de Dostoievsky minutos antes de ser llevado al pelotón de fusilamiento del cual lo salva providencial conmutación que lo entierra en el sepulcro de los vivos de Siberia. La boca de la tumba presta a todas las sucesivas palabras fulgor perenne.
          
No hay para pagar a los empleados: últimas palabras de un Imperio.

Comienza la vida con un ay y termina con un ya.

Mamá es la primera palabra y suele ser la última.

Todas nuestras palabras son últimas.

Toda palabra innecesaria debería ser  postrimera.

Toda voz sólo enuncia su fin.

¿Quién escuchará las palabras finales del último hombre?

Lo que menos debe uno apresurarse a decir son sus últimas palabras.

(FOTO/TEXTO: LUIS BRITTO)

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